domingo, 27 de julio de 2008

El extraño caso de los mensajes repetidos (Epílogo)


Los días que siguieron al incendio del edificio no los ocupé sino en irritantes e interminables jornadas de trámites burocráticos, y en quejas y solicitudes con las más insólitas entididades e instituciones. Una y otra vez tuve que diligenciar formatos para que se nos restituyera la propiedad de la pequeña oficina del 6to piso del ahora casi deshabitado edificio del occidente de la ciudad. Esos días ni siquiera supe qué fue de Marlowe. Desapareció en la noche y no pude volverlo a ver en semanas.
Algunos días después me encontré casualmente con Arévalo. Hablamos sobre los terribles eventos que había presenciado. Recordó que Bolde era un buen amigo, una persona inmejorable. Bolde ayudaba a Arévalo en sus películas, y en otros trabajos cinematográficos, era diligente y preciso, según contaba Arévalo todos los que trabajaban con él siempre se llevaban una muy buena impresión. En algún punto de su remembranza Arévalo afirmó que lo que cambió a Bolde fue el uso indiscriminado de unas sustancias. A la hora de la verdad nunca supe a cuál se refería, pero si no le malinterpreté el gran cambio de su personalidad se debía a una especie de anfetaminas que elevaba el nivel de concentración y de "claridad" mental (según lo que recuerdo dijo Arévalo). Pronto la conversación derivó en una serie de digresiones cada vez más desordenadas, anotaciones que parecían más acompasar los tragos que bebíamos, anotaciones que ciertamente no decían casi nada. Sin embargo entre tantas frases vanas Arévalo mentó a la pelirroja del entierro del profesor, y entonces creí entrever a Luisa Ortega, y aún más, creí ver que tras esta narración deshilvanada y caprichosa se hallaba un hilo que daba sentido a todo lo que había acontencido. Pero eso sólo fue un momento, que como muchos se han perdido y se seguirán perdiendo, un momento que no podrá restituir todas mis frases vanas. Luego, como todo, ya no estuve tan seguro de haber entrevisto algo de verdad en toda esta historia, me quedé sentado en la silla dejando el tiempo pasar, tratando de no volver a mirar atrás.
Al día siguiente traté de continuar con las pesquisas que habíamos dejado en suspenso (no había hecho nada porque Marlowe se negaba a aparecer). Tanto Cominges como Luisa habían viajado, estaban completamente fuera de mi alcance, a un nivel en que pese a todos sus crímenes estarían disfrutando de su buena posición. La ALMI al parecer pidió un traslado a una bodega (algo más lógico para tal "asociación"), al indagar en su correspondencia no pude ligar directamente a esta asociación con la editorial de Cominges. Fui perdiendo interés en el caso, preocupado entonces únivcamente por que se restableciese el lugar donde antes se levantó la oficina. De tal modo que quería dejar ese pasado atrás, aun cuando notara que esta historia no era sino una mediocre repetición del repetido relato de Stevenson. Harto de tantas palabras sólo me quedé esperando, y esperando la oficina volvió a existir, Marlowe volvió a venir, e incluso yo volví a escribir.

martes, 15 de julio de 2008

El extraño caso de los mensajes repetidos (6: Final)


1

En estos días he estado barajando las posibilidades a tal punto que he terminado por creer que esa anécdota que tanto nos repetía Miguel de Medeira significa algo en esta historia:
"Un escritor muy viejo que aún quería escribir alguna vez me contó una curiosa anécdota. Los móviles y las circunstancias me hicieron pensar que se trataba de una velada narración autobiográfica, pero no tengo todavía alguna prueba valedera de que así fuera. El protagonista, Alfredo, dirigía una cátedra en una universidad perdida en el desierto. De vez en cuando escribía relatos y pequeñas prosas que publicaba veladamente en una de esas revistas universitarias que sólo leen sus editores, y de tanto en tanto algún investigador ocioso o, incluso, un lector perdido (como las universidades que ya les nombraba). Sin embargo llegó el nefando día en que a Alfredo ya no se le ocurría nada, se había repetido tanto que hasta él se daba cuenta de sus inevitables reiteraciones. Manchaba hojas y papeles de toda índole suponiendo que la suma repetición de su oficio le haría vislumbrar el placer que alguna vez le dieron esos pequeños cuentos olvidados. Pero no era más que leer sus palabras para reconocer lo que antes fueron sus iluminaciones, era sólo cerrar los ojos y oír una y otra esas ideas que alguna vez le parecieron tan parecidas a la verdad. Harto de ello decidió pedir un permiso en su universidad para alejarse por un tiempo de la universidad. Sin dilaciones Alfredo se encontró en un tranquilo poblado cercano al mar, respirando aires que si bien no le traían nuevas prosas, le traía noches apacibles y el silencio tan deseado después de aguantar a tantos profesores y estudiantes con ínfulas de sabihondos. Los odioba, se decía, especialmente a uno que se apedillaba Espeleta: el tal Espeleta no hacía sino perseguir sus pasos, expeler sus teorías como si el rostro de Alfredo fuese el lugar propicio para deshacerse de tales desprópositos. Le irritaba sobremanera hasta sus modales, su falta de cortesía, sus palabras y ese gesto de vacua pedantería. Total, los primeros días fueron un paraíso (lo que por ende sugiere que los siguientes fueron una especie de purgatorio, y que tal vez incluso un descenso al infierno). Un sábado temprano Alfredo salió a caminar por toda la costa y luego de recargar sus baterias compró un diario en un quiosco cercano al hotel. Cuál sería su sorpresa cuando vio el apellido del tal Espeleta en la sección cultural, pero eso no era todo, el artículo del monigote ése era una suma de loas incongruentes para Alfredo, para sus cuentos, para su ejercicio de literatura que en palabras de Espeleta era tan cercano a la poesía. La furia que sintió se vio interrumpida por la avalancha de llamados que recibió con toda suerte de felicitaciones, elogios y hasta declaraciones de furibunda fidelidad. Al caer la tarde Alfredo estaba eufórico, miraba el futuro con nuevos ojos y pensaba que aquel punto sólo era el principio para una nueva etapa de su vida. En la universidad el respeto que su figura prestaba se vio adosado con una suerte de veneración que a Alfredo no le molesto en modo alguno. Incluso los balbuceos de Espeleta le fueron agradables. Sin saber muy bien cómo, Alfredo volvió a su ritmo habitual, a sus acostumbradas repeticiones. Hasta se acostumbró ver como su nombre se difundía por periódicos con palabras que solían evocarlo equivocadamente. Lógicamente el origen de la confusión era Espeleta, ese mucharejo que no sabía lo que hacía. Una tarde el mismo Espeleta detuvo a Alfredo en el pórtico de la universidad, llevaba bajo el brazo un libro que no escapó a la mirada de Alfredo. Tras una charla intrascendente sobre los muchos crímenes que se cometían en el país Espeleta le invitó a Alfredo a un trago, Alfredo no supo rehusarse. En el bar todo sucedió más o menos como cualquier novelista mediocre lo escribiría, tanto que por un segundo Alfredo sintió vergüenza de su papel (sólo fue un segundo en realidad). Por fin Espeleta, después de tanta charla insustancial le mostró el libro: Las obras completas de Alfredo .... Alfredo se sonrojó, lo hojeó con detenimiento, y empezó a sentir que no leía a Alfredo sino a Espeleta, sintió que ambos escribían igual, que ambos se dedican a escribir la misma sarta de sandeces. Aturdido Alfredo sólo atinó a decir: "No me lo esperaba...". Espeleta sonriente miró en derredor y respondió: "Lo sé, la vida no es como uno la espera."."
Es una tonta anécdota que no sé si ahora tenga más sentido que el de matar el tiempo. No sé si tenga una relación con este relato, seguramente no.

2

En el piso de arriba, exactamente encima de nuestra oficina vivía Miguel de Medeira. Como tantos otros se decía abogado, y no obstante había optado por dejar el oficio del derecho para dedicarse a escarbar en los maravillos tesoros de la literatura (las palabras son De Medeira). Era frecuente encontrarlo en las escaleras, con un libro bajo el brazo, con una sonrisa mínima que más parecía un velado gesto burlón que un gesto de condescendencia. Sus modales eran algo anticuados, su caminar casi medido para la ocasión, lo que hacía nuestros encuentros estuviesen sembrados de una vaga sensación de irrealidad. Luego de la nefasta muerte de Aldehuela subimos Liliana y yo para distraernos con sus historias, Marlowe, mientras tanto, fue al centro a buscar a Daisy. Esa tarde De Medeira nos contó precisamente la anécdota anterior (era usual que nos recibiera con sus historias y con una taza de un té que era esencialmente agua). Esa tarde De Medeira se movía con incomodidad, ora hojeaba un libro de una repisa, ora observaba con detenimiento la entrada del edificio de enfrente. Liliana le comentó con bastante digresiones lo que más o menos nos pasó con Aldehuela. Y de pronto De Medeira fue pura crispación (lamento la metáfora), rebuscó entre sus papeles y sacó un montón de cartas. Con voz quebrada nos contó que al principio recibió esas cartas como si fueran un juego de algún amigo ocioso, la primera fue de Calvino: "En la escritura lo que habla es lo reprimido." Pero de ahí se fueron sumando casi una veintena de autores de los que aún recuerdo varios: uno de Gombrowicz: "¡Oh, no importaba cómo, no importaba con quién, pero la cuestión era vivir aquella muerte!", uno de Banville: "A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una preparación para abandonarla." y otro más de Calvino (quizá el más significativo de todos esos mensajes repetidos que recuerde: "Solo que siempre da en el blanco equivocado: cuando uno mata, mata siempre a algún otro." Hacía tiempo que estaba convencido de que quien mandaba los mensajes era uno de esos aficionados a la literatura que solía leer únicamente traducciones y entender apenas la superficie, y sólo ver con esfuerzo un ápice de los tantos secretos y riquezas que puede un libro contener. Ante el peligro que corría le pedí a Liliana que llevase a De Medeira a su casa y allí nos dirigimos.

3

Según me cuenta Marlowe rápidamente encontró la habitación en que Daisy se alojaba. Ella no se encontraba así que decidió entrar a la cafetería que se apostaba enfrente del edificio en que estaba el hotelucho en que Daisy vivía. Cuando estaba bebiendo la segunda copa de whisky notó que en una esquina estaba estacionado el auto del que había bajado el asesino del Dr. Grudenas. De inmediato (según Marlowe) se acercó al auto y golpeó en el vidrio. El vidrio polarizado descendió lentamente descubriendo la sonriente faz de Luisa Ortega.
- ¿Por qué no da un paseo con nosotros? No le sentará mal... - dijo en voz baja Luisa.
- Hace tiempo dejé de dar paseos- respondió Marlowe mientras deslizaba en un cigarrillo en su boca.
- Veo que espera a la señorita Arthur (Daisy, para nuestros acostumbrados lectores). Le aconsejaría que no la espere más... Esta otra vez de viaje...
- Me imagino que ya se están acostumbrando a su carácter...
- Mejor suba de una vez Sr. Marlowe. No hay nada que temer, ¿verdad?
Marlowe se sentó en el asiento de atrás. Apenas se hubo acomodado alguien le ahogó con un pañuelo y por un tiempo indeterminado Marlowe se desvaneció.

4

En casa de Liliana, luego de tomar un delicioso café (Liliana tomó leche, no le gusta nada el café), De Medeira se sentía presto a contar una anécdota más. Ésta relacionada con Cominges, a quien en el pasado conoció, como también ya conocía a Bolde, de quien guardaba inmejorables recuerdos.
Hace más de 30 años Luisita Echavarria era una de las mujeres solteras más ricas del país, así como también era una mujer con amplios intereses intelectuales y una belleza superior a cualquiera de mis descripciones (es decir las de De Medeira). Como era de esperarse Luisita se convirtió con el tiempo en una mujer calculadora, una de esas que usan sus atributos para obtener nimios y grandes favores. Hasta aquí la historia es más bien vulgar, corriente. Sin que nadie se lo esperase de pronto Luisita anuncia su inminente boda, se casará con Pacho Cominges, un abogado litigante de la más baja estofa, un arribista, un trepador, y además un aspirante a poeta. El matrimonio se celebra, la situación resulta incomprensible, el rictus de la misma Luisita es de desconcierto (o eso le parece a De Medeira al recordar las fotos de la boda). El hecho es que Pacho se convierte de la noche a la mañana en el respetado Dr. Cominges, un abogado que protagoniza los casos más sonados (y por ende los más escandolosos), un abogado que domina tan bien sus artimañas que se convierte en la figura estelar, y un "salvavidas" imprescindible para ladrones y criminales de los más altos estratos. Luisita, por el contrario, se opaca, se aleja de todo aquello que hasta los días anteriores al anuncio de su compromiso era lo que más quería. Tanto así que ya no se la ve ni siquiera en los eventos sociales, rumores malintencionados dicen que sufre de una extraña enfermedad de la piel, otros simplemente afirman que su marido la golpea y le avergüenza salir así a la calle. Así pasan algunos años hasta que todos se acostumbran a Cominges y a que Luisita viva en la sombra. Sin embargo, hace una cosa de diez años, Cominges se lanza al mundillo literario. Como ya dije (es decir como De Medeira dijo) Cominges tenía intereses literarios, quería ser poeta, pensaba que todo era puro esfuerzo, pura voluntad. Para el lanzamiento (aunque mejor sea anotar que no era lanzamiento de nada sino que simplemente Cominges tenía el suficiente dinero para ir absorviendo editorales hasta establecer algo que aunque no fuera monopolio, era muy parecido), Cominges anunció que la directora de la editorial sería Luisita, ya restablecida de unas extrañas dolencias que nunca llegaron a precisarse. Estuve allí (De Medeira), fue una noche espantosa. La velada no se distinguía de las muchas otras que se celebraban en la ciudad, la única diferencia era la expectación que producía el anunciado regreso de Luisita. Entretanto Cominges entretenía a sus amigotes y presentaba a su nueva asistente, una deliciosa pelirroja llamada Luisa Ortega. Nos entretuvimos mucho esa noche, y de más está decir que bebí demasiado, me había acostumbrado a pensar que Luisita ya nunca llegaba. Cuando de repente apareció, toda de negro, ojerosa y con esa cara de espanto que tan mal fingen las actrices mexicanas (no sobra anotar que todo esto hace parte de mi recuerdo del relato de De Medeira). Se reía con una mueca sardónica, rompió algunas copas y le regó todo el vino que pudo a su marido. Lo único que repetía mientras representaba su lamentable espectáculo era: "Te las das de tan malo, y yo si tengo tratos con el maligno, zarrapastroso de mierda..." Al final algunos de los invitados llevaron a Luisita a su casa, pero nadie la pudo callar en el camino. Finalmente terminó en una casa de reposo. Cominges manejó la situación en la medida que pudo, Luisita siguió siendo la presidente titular de la editorial, aunque para ser sincero el que la manejaba era la otra Luisa. Luego me enteré del terrible final de Luisita, fueron a una excursión en una isla cercana a Isla Catalina. Era el primer viaje de Luisita en más de 20 años, pero todo pareció ir bien al principio. Bebieron champáñ en abundancia, comieron los "exóticos" productos de la zona (cuyos nombres no entendían o no les decía nada). El tercer día decidieron adentrarse en una zona de selva virgen, Luisita encabazaba el grupo tocada con un sombrero de panamá, Cominges llevaba una ropa ligera porque estaba dispuesto a "enfrentarse al peligro". Después de andar por una hora se habían perdido. Luisita intentó animarlos y siguió andando por su cuenta (eso cuenta Cominges). Al poco rato se percataron que también habían perdido a Luisita, la buscaron en vano esa tarde y esa noche. Decidieron volver al yate en que dormían para reanudar la búsqueda al día siguiente. Lo que sigue hace parte más de la leyenda, Cominges lo niega enfáticamente. Era un grupo de tres, andaban por unos ramales por los que tanto habían escarbado el día anterior, cuando el grumete que me contó este episodio entrevió un pequeño descampado, aunque le pareció entrar en un espacio amplio y abierto. Nervioso llamó a sus acompañantes, atravesó el pequeño prado sintiendo que andaba en otro espacio, que vivía un momento por fuera de su propia vida. Y entonces oyó un quejido hondo y gutural, y vio recortado con el cielo a Luisita bañada en sangre, ahorcada en un árbol. Bajo los pies de la mujer se encontraba varios signos de un ritual que el grumete no supo acertar a describir. La muerte de Luisita fue un golpe devastador para Cominges, que en todo caso volcó sus esfuerzos en su editorial, un negocio que floreció como los demás negocios de Cominges, usando la trampa y el chantaje.
Entonces De Medeira iba a contarnos sobre Bolde cuando sonó el teléfono. Liliana se aprestó a contestar. Enmudeció al instante. Era Marlowe, estaba atado a una silla en la oficina y con una pistola encañonandole la frente, decía que fuéramos De Medeira y yo. Antes de salir Liliana quiso impedir que saliera de su casa, tuve que escabullirme de sus brazos, y por fin De Medeira y yo enfilamos pasos a nuestros destinos (De Medeira, yo sólo lo estaba acompañando).

5

Lo que voy a contar a continuación definitamente entra el campo de la conjetura. Marlowe me ha contado trozos, pedazos de conversaciones, pero en general se ha negado a revelarme qué sucedió y qué tanto le dijo Cominges. Así que voy a intentar (una vez más) una reconstrucción que se encuentra más en mi imaginación:
Marlowe despertó algo atontado, estaba amarrado a su silla, su rostro perlado de sudor, su camisa mojada. Lo primero que vio fue la silueta de Luisa Ortega fumando con delectación un largo cigarrillo. En seguida debió oír como Cominges le insultaba y le propinaba algunos manotazos. Luego Cominges empezó a discursear, a defender la forma en que manejaba sus negocios, su editorial. Según Marlowe él no recuerda bien sus palabras por los golpes. Prestó más atención a su sofá, y entonces distinguió a Daisy, yacía con los ojos cerradas y la cara vacía. Marlowe intentó desacirse de las cuerdas. Luisa al parecer sonrió y salió de la oficina. Cominges celebrando los vanos intentos de Marlowe volvió a la carga: por qué se le juzgaba si él no hacía sino darle a las personas lo que querían, toda esa repeticiones que sólo imitaban las emociones que ellos jamás llegarían a sentir. Qué de malo tenía eso, era un negocio como todos, era un negocio en el que de vez en cuando entraban algunos ilusos (esa palabra la debió usar Cominges, seguro, eso me imagino), qué de malo estaba en comerciar con la belleza si siempre había sido así, qué de malo había en todo ello si nuestra era vida era pura repetición. No sé qué contestó Marlowe pero esto le concedió otra tanda de manotazos. Después Cominges le pidió que llamase a Liliana (lo que ya narré, aunque fuera desde otro punto de vista, así que no volveré a ello). Luego Cominges se sonrío y quizá dijo que el sentido de los asesinatos era indescifrable, que mientras más se acercará a ellos sólo vería la sangre y los sesos (es que Cominges es bastante gráfico y yo me acomodo a su lenguaje), vería sólo despojos de esos que tanto en el fondo le hacían sufrir. En un momento debe haber entrado Bolde, alto y tembloroso. Actuando como un autómata, habría dejado un papel sobre la mesa del que Cominges habrá dado un visto bueno. Y Bolde tal vez se habría quejado, o llorado con una mueca que lo hacía más repugnante, como quien sufre una terrible metamorfosis. Cominges lo habría callado o tal vez sólo hizo un gesto para que saliera cuando la puerta se abrió de repente y De Medeira entró.

6

En el camino le dije a De Medeira que nos diviviéramos para sorprenderlos. Él entraría normalmente mientras yo subiría por la escalera de incendios (sí, otro lugar común a estas tramas). Al llegar al pórtico vimos a Luisa que nos distinguió, dejó pasar de largo a De Medeira y se paró frente a mí. Habló en voz baja y seductora tratando de persuadirme de alejarme. Traté de excusarme torpemente mientras me encaminaba a la escalera. Ella de pronto levantó a la voz y su torso y me empezó a recriminar como si la estuviese dejando. Los transeúntes enseguida se dirigían a nosotros. Balbuciendo mis excusas intenté seguir mi camino, en la confusión no sé que pensaría la gente, el caso es que un hombrón de dos metros me retuvo, quizá pensaba que era un ladrón o algo parecido. Sin darme cuenta Luisa ya no estaba y yo tenía una turba encima que me reclamaba por algo, saqué mi gorda billetera y lancé al aire todas las monedas y billetes que tenía. Hombres, mujeres y niños se abalanzaron por el dinero, hasta el hombrón me soltó y tuve vía libre. Cuando por fin llegué a la escalera De Medeira estaba muerto. Cominges salía aprisa mientras un pequeño Bolde se rebatía por no moverse. Desaté rápidamente a Marlowe que fue junto a Daisy que despertaba por el insoportable gemido que Bolde producía. Me acerqué al cuerpo de De Medeira y sentí una terrible nostalgia, sentí como se pierde la vida sin tener tiempo de darse de cuenta de las pérdidas. Y Bolde por fin gritó animalmente y se abalanzó sobre el cadáver de De Medeira ensañándose contra él, como si quisiera deshacerse de su furor. Marlowe le dio un empujón, le golpeó en la cara y cuando menos pensaba se iba a recuperar sacó del tobillo una pequeña pistola y disparó a Marlowe. Daisy horrorizada intentó sujetar a Bolde pero él ágilmente se volteó y descargó las balas restantes sobre Daisy. Corrí tras él y pude hacerlo tropezar, de pronto Bolde se estremeció y comenzó a producir espantosos gemidos de dolor, sudaba profusamente y tenía la tez completamente amarillenta. Al mirarlo a los ojos sólo miraba a una bestia asustada. Expiró con dificultad. No sé cuándo empezó el incendio, el caso es que precisamente al morir Bolde vi las volutas de humo ascender hasta el techo, vi las brasas que se comían la oficina. Marlowe se levantó con dificultad, tenía un brazo herido. A gatas sujetó el inerte cuerpo de Daisy. Tuve que forzarlo a soltarlo, tomé algunos papeles de los que pensé que alguna información relevante aparecería y conduje a Marlowe conmigo por la escalera de incendios hasta la calle. Aún conmocionados corrimos hasta una tienda cercana. La oficina ardió toda la noche. Mientras ardía Marlowe observó con una mueca de desengaño los papeles que cargaba y los tomó con fuerza. Alcancé a quedarme con uno, con el último mensaje repetido que decía:"Las cosas temidas, si se apartan de nosotros, al ser nombradas regresan, porque confunden la mención con el llamado." Era de Di Benedetto. Junto a una alcantarilla Marlowe rompía las aventuras que se había dedicado a escribir mientras había estado en la oficina, las despedazaba y las lanzaba al albañal. Incluso me pareció que lloraba, pero hoy ya no sé tantas cosas, yo estoy tan inseguro que prefiero dedicarme al difícil ejercicio de olvidar. Porque aún esa noche recordé (y esto me parece un buen final), aquella forma en que Calvino al final de un libro cita imprecisamente a otro, y ya no me queda sino el recuerdo de cuando leí su traducción (en un mensaje repetido): "Estoy cansado de que El Sol siga en el cielo, no veo la hora en que se desbarate la sintaxis del Mundo, de que se mezclen las cartas del juego, las hojas del infolio, los fragmentos del espejo del desastre".

Un lustro sin B...


Esta oficina se suma a los interminables (es un decir) e imprecisos homenajes que suscitan los libros de un escritor. Lamentablemente Bolaño murió. Hoy aún suscita más de una discusión bizantina, hoy su nombre se ha vuelto leyenda (para bien y para mal). Esta oficina celebra sus cuentos y sus novelas y recuerda con nostalgia a alguien que nunca pudo conocer. El resto, las polémicas y los encomios, desaparecerán tarde o temprano. Roguemos para que sus obras duren un poco más.

Entretanto arriesgamos una nueva hipótesis sobre 2666 (con el riesgo de repetir una de las muchas hipótesis que este libro puede "provocar"). La hipótesis es sencillamente leer el libro con el siguiente fragmento como eje (ya se notará que no es el que se acostumbra siempre a citar sobre la imperfección de las grandes obras frente a los ejercicios perfectos con los que practican los "maestros"):

Estas ideas o estas sensaciones o estos desvaríos , por otra parte, tenían su lado satisfactorio. Convertía el dolor de los otros en la memoria de uno. Convertía el dolor, que es largo y natural y que siempre vence, en memoria particular, que es humana y breve y que siempre se escabulle. Convertía un relato bárbaro de injusticias y abusos, un ulular incoherente sin principio ni fin, en una historia bien estructurada en donde siempre cabía la posibilidad de suicidarse. Convertía la fuga en libertad, incluso si la libertad sólo servía para seguir huyendo. Convertía el caos en orden, aunque fuera al precio de lo que comúnmente se conoce como cordura.
-La parte de Amalfitano
2666
Roberto Bolaño