sábado, 25 de octubre de 2008

De las dudas habituales


A mitad de semana estaba revisando, mortalmente aburrido a decir verdad, los archivos de algunos de los informes con los que, al parecer, Marlowe me jugaba una broma pesadísima. Algunos de los papeles los recordaba muy bien, otros me semejaban escritos totalmente, desconocidos, escritos, que por algún error o malentendido se había mezclado con los míos.
Debido a que no tenía más que hacer, empecé a leer y leí casi toda la tarde. Tuve, con el paso de los minutos, que reconocer que los "desconocidos" papeles eran míos; y no sólo eso, me avergoncé por haber sido capaz de garrapatear semejantes barruntos (sé que cada tanto esta oficina parece una sola queja contra mi propia incapacidad, un lamento irritante que no sé cómo detener, o llegado el caso darle una solución). Mientras leía veía la ingenuidad de cada uno de esas ideas, me molestaba profundamente ver como esa persona que había sido capaz de redactar tales "escritos". Me decidí a quemarlos, pero antes me levanté a fumar un cigarrillo, a mirar como casi todos los días la vida por la ventana.
Liliana apareció de repente en la entrada, apresurada me dijo que le acompañara al banco. Ya a esa hora había olvidado que lo había prometido hacerlo y una vez más tuve que salir con ella, hacer una larga fila, lidiar con los empleados que delegaban una y otra vez sus funciones a otras oficinas u otras instituciones, paulatinamente el pago de un seguro o la solicitud de un certificado se convertía en una odisea en que uno se perdía en una madeja de empleados que no sabían muy bien que hacer, pero creían saber quién lo sabría hacer. Evidentemente ese día no conseguimos nada. Durante estas vueltas trataba de leer Tristram Shandy sin fortuna, nada más empezar un párrafo era llamado por Liliana, o algún cliente me pedía un esfero, o un empleado preguntaba si necesitaba alguno de sus innecesarios servicos, etc. De pronto la progresiva digresión no era sino el modo en que se refleja como andaba mi vida, y harto tenía para fijarme en ella.
Por la noche, agotados, Liliana por su duro trabajo, yo por mis malos juegos de palabras; decidimos descansar un momento leyendo (y esta vez pude concertarme un poco más, aunque toda la noche estuve irritado por algo que no supe identificar). Liliana, entretanto, leía con fruición, por cambiar de tema le pregunté qué estaba leyendo y me mostró los papeles que tanto me habían avergonzado por la mañana. A ella le parecían buenos. No supe qué decir, imaginaba que para algunos estaría bien, pero no dejaba de ver en esos escritos las torpes formas de un escribiente mediocre. Anoche traté de creer en lo que ella creía, de ver como ella lo hacía, de comprender en dónde radicaba el gusto que ella obtenía. Pero no conseguí hacerlo, me quedé como detrás de un vidrio, o de una ventana, o de cualquier superficie transparente que me separase del otro, donde residía sus razones, gustos y sensaciones. Por último, por decirlo menos, me quedé abismado, creyendo que a pesar de que no hubiesen certezas, tampoco podía afirmar con seguridad mis dudas.

domingo, 19 de octubre de 2008

Comentarios livianos y otras liviandades (1)

El día de ayer el escritor colombiano Juan Carlos Botero publicó en El Espectador un artículo:

http://www.elespectador.com/opinion/columnistasdelimpreso/juan-carlos-botero/columna84607-hoy-literatura-pesa-poco

La columna se titula: ¿Hoy la literatura pesa poco?. Pretende ser un alegato encendido contra una declaraciones del escritor valenciano Rafael Chirbes. Curioso, como diría el mismo Botero. Lastimosamente la polémica, si se puede escribir que la hay, parece solamente ser polémica en la mente de Botero. A cierta distancia uno puede afirmar que tanto las afirmaciones de Chirbes y las de Botero no son necesariamente contradictorias, ni siquiera opuestas: que dentro de la sociedad contemporánea la función de la literatura se reduzca a la de un somnífero no significa que no haya escritores que pretendan "iluminar" (como dice Botero) la tan mentada y manoseada "condición humana".
Ahora bien, los ejemplos que Botero incluye para defender lo que cree su posición no son quizás los más afortunados. Cita el escándalo que produjo El código Da Vinci, tal vez olvidando que ese no es el mejor ejemplo de cómo se "ilumina la condición humana". Asimismo cita otros escándalos que no tienen mucho que ver con lo literario, como el producido por las revelaciones de Günter Grass. Sinceramente parece que Botero confunde la política, la filosofía y casi todo lo demás con la literatura. Si un escritor defiende una posición política no está haciendo propiamente literatura, está haciendo política (o interviniendo en política mejor, para puntualizar).
Eventualmente se puede intentar revisar, desde el limitado punto de vista que nos permite este mundo, la posición de la literatura en la "Historia" o todos sus sucédaneos, y de un análisis riguroso tal vez las conclusiones provocarían otro encendido comentario del Sr. Botero.
Y sin embargo quizá eso no sea la cuestión a resaltar sobre el asunto, sino la confusión que pueden y provocarán las palabras. Para algunos, como Kundera, la levedad es insoportable (si nos atenemos a lo que dice el título de su libro); para otros es uno de los rasgos que debe poseer la literatura del futuro (Calvino). Me inclino a pensar como Calvino, aunque sé por seguro que Kundera y Calvino escriben sobre levedades diferentes. Así me parece que pasa con Chirbes y con Botero; y mientras uno cree defender valientemente una posición, tal vez Chirbes no esté en modo alguno socavando los "principios" de Botero. La liviandad de uno no se puede comparar con la del otro. Y eso debía saberlo Botero, que quizá irreflexivamente denosta de quién supone comprender. Habría, a su vez, que afirmar que la literatura no resulta "trascendental" al ser el centro del espéctaculo, y menos cuando este espéctaculo es el mediático.
Finalmente, supuse interesante referirme al tema porque creo ver en él la raíz de muchas de las polémicas que se suelen gestar en el llamado mundo cultural. Ésta, en partircular, es una perfecta polémica, vacía y sin propósito, en la que uno sobre-interpreta a otro y termina defendiendo lo que nadie estaba atacando.
Por lo demás la literatura puede seguir siendo significativa sin afirmar pesadamente sus "verdades". Al fin y al cabo, y este es mi parecer, no todas las "iluminaciones" de la literatura tienen que producir insomnio.

De búsquedas y nuevas propósitos

Lo primero que hice la semana pasada fue, y quizá sobre anotarlo, buscar a Marlowe. Ya antes escribí que lo había buscado en los locales que solía frecuentar, para ser sincero sólo lo hice en uno, ese día me sentía agotado (o simplemente decepcionado). Así que desde el martes empecé a buscarlo en los lugares que antes no había revisado, fui entonces andando por bares que siendo más sombríos, se fueron pareciendo en mi cabeza a los demás. Uno y otro parecían ser copias, uno y otro se limitaban a cambiar de canción y de anuncios. Las mañanas comenzaban con una especie de estremecimiento, presentía vagamente el inminente encuentro con Marlowe y con lo inesperado; las tardes resumían ello en un sopor agobiante y pesado, en un aburrimiento que era lo que más se podía parecer a mi desesperación. Al final de la semana seguí frecuentando diversos antros, pero más como un hábito cada vez más insignificante; ya dejé de hacer las preguntas que al principio hacía, ya dejé de anotar los insignificates detalles en los que en principio entrevía pistas que descifrasen el "misterio".

Debía enfrentarlo sin más, Marlowe había desaparecido. Frecuentemente me sentía desolado, irritado, me sentía furioso al ser un juguete de una broma incomprensible (y la rabía casi me ahoga al escribir ahora). Solamente por las tardes, al salir con Liliana o al ir a su casa, me aliviaba de algún modo, me distraía; actuaba como si todo aquello del blog nunca hubiese ocurrido, como si no fuera más que un gran agujero negro que se oscurecía con el pasó de los días. Pero era inevitable, y a veces me quedaba mirando las paredes, y a veces me detenía en las calles, y las más de las veces aspiraba con fuerza y recordaba, y todo era pura desolación.

Hoy aún me molesta lo sucedido, pero lo manejo (o creo manejarlo). Al fin y al cabo el pasado queda (por más memoria involuntaria que haya) atrás, o en esa certeza cifro mis esperanzas. Y también en todo lo demás.
Seguramente cambiaré de oficina. Entretanto escribo todo aquello a que me sentía vedado por mi oficio, y reconozco. que como reconoce ese escritor de Si una noche de invierno un viajero, el amanuense vive en el fascinante cruce de dos dimensiones, el amanuense está exento de la angustia de anotar frases con las que ha de cargar, de las que será responsable, sobre las que se verá obligado a precisar, a defender, a olvidar.
Hoy que escribo por mí mismo me parece que siempre escribí para condenarme a mis escritos, y hacer de ellas mi única compañía.

lunes, 13 de octubre de 2008

Sobre algunos encuentros inesperados


Una mañana como todas las demás, Liliana tomó el bus que la llevaría a su lugar de trabajo. Casi todo el trayecto lo tuvo que hacer aplastada contra una de las ventanas del vehículo, empujada por una treintena de cuerpos que aguardaban impacientes la estación aledaña a sus trabajos, manoseada por unos y otras y sin ninguna posibilidad de quejarse porque al igual que ella, ninguno de esos ceñudos viajeros tenían espacio suficiente para ellos mismos.
Estaba ya acostumbrada a estas dificultades, y a veces no se percataba de lo insufrible que resultaba enfrentarlas cada día. Y por eso fue como una señal de arrobo y casi éxtasis ver que uno de los pocos pasajeros que estaba sentado se dirigía a la salida del automor, y aún más cuando pudo escabullirse hasta el asiento y perderse en sus devaneos, ya no de pie sino en el asiento. Cuál no sería sorpresa (ya suprema) al ver un cuaderno pequeño, de tapas viejas, que al parecer el pasajero había dejado sin percatarse.
Lógicamente este inesperado descubrimiento fue para ella una pequeña espada de Damocles, no querría nadar entre la masa viajera apenas sentarse, pero sabía muy bien que de no intentar por lo menos devolver el cuaderno tendría que lidiar con el remordimiento toda la manaña.
Finalmente se levantó, respiró hondo para que su voluntad no se resquebrajase, y atravesó el apretado pasillo que conducía a la salida, apenas tuvo tiempo de salir antes de que el bus siguiera con su imperturbable recorrido. La estación no estaba menos atestada que el bus, así que Liliana tuvo que escurrirse entre corros de pasajeros descontentos por el atraso de los autobuses. Como una experta funambulista, Liliana supo moverse por medio de la estación hasta la salida donde creyó ver el sombrero del pasajero que había dejado el cuaderno. Entonces apuró su paso, lo tuvo casi al alcance de su mano, cuando el hombre se detuvo y besó galantemente a Luisa (la pelirroja de hace mucho) que con un gesto suficiente señaló al hombre el camino. El hombre, por supuesto, era Marlowe.

Después de oír atento la increíble historia de Liliana, le pregunté en repetidas ocasiones por los lugares, por los rostros de quienes creía habervisto, por detalles. Lamento aceptar que me mostraba incrédulo frente a la versión de Liliana. Le llegué a achacar al astigmatismo severo que sufría la responsabilidad de que tales personas se hubiesen reunido. Fueron minutos en que aplace el mirar dentro de la hojas del cuaderno, la curiosidad me impelía a examinarlo, y sin embargo el terror que experimentaba frente a él era como el de aquellos personajes que saben que la llave de la puerta que van abrir conduce al infierno, y aún entonces abren la puerta y sufren desde entonces su condena. Liliana entristeció por un momento pero pareció entender, en cualquier caso salió afanada quizá más decepcionada por mis preguntas y respuestas que por el insólito incidente de la mañana.
Aturdido, aguardé a Marlowe hasta casi el anochecer. Lo único que se alargó fueron mis ansias, mi angustia. No pude ocultarme a mi decepción, desde hacía días los encuentro con Marlowe eran más distantes, mezclados con una desconfianza que había nacido de gestos y frases que yo no sabía dónde ubicar. Y para colmo trataba de localizar a Liliana sin fortuna, sin el consuelo del diálogo franco que hasta entonces con ella sostenía.
Fueron más sorprendentes, sin embargo, las horas de lectura de ese cuaderno. El cuaderno se titulaba: Diario de Elías Pedrero. Contaba sucesos que paulatinamente se tornaban más confusos y ambiguos, era una suma de historias, de anécdotas, de comentarios, pero también de proyectos. No obstante, con el paso de los días las historías se iban desvaneciendo, los proyectos iban quedando inacabados, el mundo que parecía dibujarse apenas era un boceto de un proyecto que nunca terminaba de completarse. Por un momento parecía que el diario hubiese sido planeado como Si una noche de invierno un viajero de Calvino, después de muchas páginas, esta débil certeza me hacía regresar a la idea de esa novela que se interrumpe pero no porque otra la interrumpa, o porque la digresión de una historia llevase de una a otra, sino porque todo se iba desvaneciendo, como si las historias fueran proyecciones de una máquina que de pronto hubiese dejado de funcionar sin que nosotros, sus lectores, lo percibiésemos.
En algún punto Elías entraba en contacto con un detective norteaméricano (supuse Marlowe) que le presentaba un proyecto más ambicioso, más abstruso, más perverso. La idea era llevar a cabo una especie de proyección del diario en el internet (la prosa de Pedrero está obsesionada con las proyecciones y los juegos de prestidigitador). Pedrero reaccionó con estupor, no entendía como alguien pudiese estar enterado de sus proyectos, que hasta entonces habían estado encerrados en su diario, fuesen de conocimiento público. Marlowe, si es él quien era el detective, le dijo que hoy las formas de espionaje y de conocimiento de la intimidad de los demás era lo suficientemente avanzadas para conseguir esa minucia. Y después le dijo que nuestros mundos no eran sino otra proyección de cuadernos con proyectos distintos, y así siguió sumándole al mundo palimpsestos como si eso tuviese un mínimo de sensatez. Elías, con algo de dificultad, consiguió hacer salir a Marlowe y mantenerlo lejos durante la siguiente semana. Al final de la misma se decidió a salir para pasear como antes acostumbraba, le gustaba siempre andar por las callejuelas más viejas de la ciudad, y mirar la lluvia caer, y a veces anotar imágenes de las que veía con tal de hacer de los incompletos proyectos de su cuaderno algo más vívido. Evidentemente se encontró con Marlowe que sonrió con suficiencia, ya no necesitaba sus servicios, le dijo. Pedrero no pudo disimular su sorpresa. Marlowe entonces le mostró una hoja que dice algo así:

Proyecto Piloto

  1. Contratar amanuense.
  2. Escribir una enciclopedia de lectores.
  3. Permitir que el escribiente se desahogue de vez en cuando y escriba frecuentes desprópositos.
  4. Impedir que el escribiente intervenga en los crímenes de....
El resto de la hoja había sido arrancada, como otro par de hojas. Luego el diario seguía con desvaríos más acentuados que los primeros, y por último el diario mismo terminaba abruptamente como esa avalancha de proyectos, historias y comentarios.
Estaba completamente desconcertado. Por un momento imaginé que todo aquello era parte de una gigantesca broma que no era capaz de entender, pero tampoco podía llegar a entender por qué a alguien se le pudiera ocurrir tales tipos de broma.

Por la noche mandé a cambiar las guardas de la oficina y salí en busca de Liliana. No estaba en su apartamento, así que estuve durante un rato metido en el patibulario ambiente de un bar cercano. Bebí largamente, me sentía víctima de una horrible jugada por parte de un vulgar demiurgo, un semidios que nos hace marionetas de sus más crueles jugarretas. De repente, dejé de beber, incluso dejé de fumar, y me miré en uno de los espejos que servían de paredes en el lugar, y creí que esa persona no era yo, sino otra a la que desde hacía mucho observaba, de la que desde hacía mucho escribía y a la que no tenía que sentirme absurdamente ligado.
Volví y encontré a Liliana adormecida. Parecía que los avatares de su trabajo hubiesen hecho olvidar el acontecimiento que había removido mis creencias. La miraba atento, ella respondía comprensiva y atenta, como si nada. Me abrazaba tranquila como tantas otras noches. Y en medio de esa noche espectral no podía dejar de pensar que tenía que haber algo más, que nuestras reacciones debían ser otras y no esas maquinales reacciones que olvidan las pequeñas circunstancias que destruyen nuestras pequeñas religiones. Pero en medio de mi extrañamiento fue viniendo el sueño, y la única certeza que hoy me acompaña es la de continuar con la oficina solo. De persevar y no ser ya una ficha en el juego abstruso de manos oscuras, la certeza de que debo dar mis propios pasos. Me dormí pensando que seguir con la oficina era mi deber, aunque mi deseo por no cejar no fuese sino una absurda venganza.

Primera Enciclopedia de Variedades de Lectores (11)

(Con confesión de Marcel y designios para un ars poetica)

El escritor no debe asustarse de que el invertido dé a sus heroínas un rostro masculino. Sólo esta particularidad un poco aberrante permite al invertido dar luego a lo que lee toda su generalización. Racine se vio obligado, para darle después todo su valor universal, a convertir por un momento a la Fedra antigua en una jansenista. De la misma manera, si monsieur de Charlus no hubiera dado a la "infiel" por la que Musset llora en La nuit d'Octobre o en Le souvenir el rostro de Morel, no habría llorado ni comprendido, porque sólo por esta vía, estrecha y desviada, tenía acceso a las verdades del amor. Sólo por una costumbre sacada del lenguaje insincero de los prólogos y de las dedicatorias dice el escritor: "Lector mío". En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que un instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste, y viceversa, al menos hasta cierto punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir, en muchos casos, no al autor, sino al lector. Además, el libro puede ser demasiado sabio, demasiado oscuro para el lector sencillo y no ofrecerle más que un cristal borroso con el que no podrá leer. Pero otras particularidades (como la inversión) pueden hacer que lector tenga que leer de cierta manera para leer bien; el autor no tiene por qué ofenderse, sino que, por contrario, debe dejar la mayor libertad al lector diciéndole: "Mire usted mismo si ve mejor con este critstal, con este otro, con aquél".
-El tiempo recobrado
(En busca del tiempo perdido)
Marcel Proust