Esa mañana estaba con García. Hablabamos. Es decir, repetíamos los tópicas expresiones que alguna vez nos habían parecido sesudas deducciones. Por la puerta cruzó un hombre de estatura media, calvo, de bigote, con camisa raída y mochila en pecho, un poetastro en una sola palabra. Vendía (es una exageración escribirlo) lo que él llamaba sus poesías, sus cuentos y una hoja con sus citas. Citas que no eran de él, evidentemente, sino de otros, de los mismos de siempre (Neruda, Benedetti, Cortázar, Borges, etc.). Sólo por curiosidad compré sus hojas, o mejor, para llenar el tiempo que desde entonces quedaba hasta la hora del almuerzo. García notó que el poema de Borges que citaba no era propiamente un poema. Eran tres estrofas de tres poemas distintos. De pronto me contó acerca de algo que denonimó vanguardias conservadoras. Según García el movimiento de la historia (literaria se entiende) se dividía en dos corrientes principales: la oficial (o la del canon) y la de la vanguardia (o el anti-canon, según García). Con ello en mente García empezaba a hacer clasificaciones de los más diversos autores (no necesariamente literarios), y como no tengo buena memoria el asunto no pasaba, para mí, de ser una forma de ocupar mi tiempo asintiendo. En todo caso García decía que el siglo XX a lo único que había dado luz era a eso que el llamaba vanguardias conservadoras, un género intermedio (dentro de la clasificación de García) que aparentemente jugaba a ser parte del canon, pero que en realidad era de vanguardia. Con el paso del tiempo, García decía, la intención vanguardista se asimilaba (como sucedía con todas las vanguardias convencionales) y quedaba sólo el simulacro de canon. Todo esto con el fin de mostrar que el canon no era sino una intencionada confusión de términos, la literatura se amparaba en su equívoco para que (metáforicamente hablando) se hiciese un lugar en el mundo. No quise ahondar en el asunto al notar que aquellos pensamientos derivaban en falacias, en torcidas formas de simulación y de engaño. Se me ocurrió entonces que aquellas ideas eran como esas tentaciones que tanto espantaban en la denominadada Edad Media, especialmente a doctores y a sabios. A veces García y yo no tenemos una justa medida a la hora de sentar nuestras opiniones (de lo que da buena fe este blog), así que decidí retornar el rumbo. Y las conversaciones volvieron a decir sus acostumbradas quejas y sus silencios. Y yo volví a esa vida que como máximo sobresalto tenía algunas discusiones y uno que otro enfado.
Luego, cuando por la noche volvía a casa, en eso meditaba, y fueron esos pensamientos los que introdujeron esos pasos que tanto me decían. Decidí no regresar a casa. Decidí cambiar de rumbo y entrar en una tienda. Pedí un café pero tuve que tomar cerveza. Cuando iba por la mitad Marlowe se sentó al frente mío. Llevaba el mismo traje de siempre, llevaba un ejemplar de La tragedia del Doctor Fausto de Christopher Marlowe. Ya no recuerdo su mirada, pero sé que en ese preciso momento pude ver algo más, pude ver como esos instantes cuando se ve a una mujer que no se ha de volver a ver jamás, y se sabe que algo pudo suceder, pero que no ocurrirá y será como si nunca hubiese existido (la mirada quiero decir). He juntado muchas palabras para tratar de decir que hasta entonces no había visto realmente quién era Marlowe, y que ahora lo veía, y que aún viéndolo sabía que pronto lo olvidaría y, que después, la vida seguiría comiéndose ese instante en que me había imaginado más cerca a algo que por falta de una palabra mejor he dado en llamar verdad. Esperé en silencio hasta que Marlowe, aún de pie, dijo: "Ya es hora es de que comience el fin." Asentí sin entender. Me dijo que iría la semana siguiente y luego me tendió la mano. Salió. Afuera lo esperaba Luisa, aunque lo que yo vi sólo era una silueta, una silueta que puedo jurar sonreía, si bien no sé muy bien como puedo decir que lo hacía. Intentaba memorizar todo lo que iba sucediendo, y sabía que era incapaz de ello, que a lo sumo sería otro escribiente imaginando lo que no ha sido capaz de ir contando, que ha inventado su historia porque no ha tenido la capacidad de soportar su propia historia.
Terminé la cerveza. Llamé a Liliana y salí de la tienda. Miré la calle que se perdía en medio de una inesperada niebla. Luego vi como se perdían las luces de la calle. Lo último que vi esa noche fue el dorso de mi mano hundiéndose en tinieblas.