domingo, 30 de noviembre de 2008

El regreso


Fueron sus pasos lo primero. Andaba en medio de la noche y aún intuía de quién se trataba. Simplemente me negaba a volver la cabeza, tanto miedo tenía de estar equivocado, miedo de reconocer que todo lo que hasta entonces había imaginado no era sino una pueril fantasía.
Esa mañana estaba con García. Hablabamos. Es decir, repetíamos los tópicas expresiones que alguna vez nos habían parecido sesudas deducciones. Por la puerta cruzó un hombre de estatura media, calvo, de bigote, con camisa raída y mochila en pecho, un poetastro en una sola palabra. Vendía (es una exageración escribirlo) lo que él llamaba sus poesías, sus cuentos y una hoja con sus citas. Citas que no eran de él, evidentemente, sino de otros, de los mismos de siempre (Neruda, Benedetti, Cortázar, Borges, etc.). Sólo por curiosidad compré sus hojas, o mejor, para llenar el tiempo que desde entonces quedaba hasta la hora del almuerzo. García notó que el poema de Borges que citaba no era propiamente un poema. Eran tres estrofas de tres poemas distintos. De pronto me contó acerca de algo que denonimó vanguardias conservadoras. Según García el movimiento de la historia (literaria se entiende) se dividía en dos corrientes principales: la oficial (o la del canon) y la de la vanguardia (o el anti-canon, según García). Con ello en mente García empezaba a hacer clasificaciones de los más diversos autores (no necesariamente literarios), y como no tengo buena memoria el asunto no pasaba, para mí, de ser una forma de ocupar mi tiempo asintiendo. En todo caso García decía que el siglo XX a lo único que había dado luz era a eso que el llamaba vanguardias conservadoras, un género intermedio (dentro de la clasificación de García) que aparentemente jugaba a ser parte del canon, pero que en realidad era de vanguardia. Con el paso del tiempo, García decía, la intención vanguardista se asimilaba (como sucedía con todas las vanguardias convencionales) y quedaba sólo el simulacro de canon. Todo esto con el fin de mostrar que el canon no era sino una intencionada confusión de términos, la literatura se amparaba en su equívoco para que (metáforicamente hablando) se hiciese un lugar en el mundo. No quise ahondar en el asunto al notar que aquellos pensamientos derivaban en falacias, en torcidas formas de simulación y de engaño. Se me ocurrió entonces que aquellas ideas eran como esas tentaciones que tanto espantaban en la denominadada Edad Media, especialmente a doctores y a sabios. A veces García y yo no tenemos una justa medida a la hora de sentar nuestras opiniones (de lo que da buena fe este blog), así que decidí retornar el rumbo. Y las conversaciones volvieron a decir sus acostumbradas quejas y sus silencios. Y yo volví a esa vida que como máximo sobresalto tenía algunas discusiones y uno que otro enfado.
Luego, cuando por la noche volvía a casa, en eso meditaba, y fueron esos pensamientos los que introdujeron esos pasos que tanto me decían. Decidí no regresar a casa. Decidí cambiar de rumbo y entrar en una tienda. Pedí un café pero tuve que tomar cerveza. Cuando iba por la mitad Marlowe se sentó al frente mío. Llevaba el mismo traje de siempre, llevaba un ejemplar de La tragedia del Doctor Fausto de Christopher Marlowe. Ya no recuerdo su mirada, pero sé que en ese preciso momento pude ver algo más, pude ver como esos instantes cuando se ve a una mujer que no se ha de volver a ver jamás, y se sabe que algo pudo suceder, pero que no ocurrirá y será como si nunca hubiese existido (la mirada quiero decir). He juntado muchas palabras para tratar de decir que hasta entonces no había visto realmente quién era Marlowe, y que ahora lo veía, y que aún viéndolo sabía que pronto lo olvidaría y, que después, la vida seguiría comiéndose ese instante en que me había imaginado más cerca a algo que por falta de una palabra mejor he dado en llamar verdad. Esperé en silencio hasta que Marlowe, aún de pie, dijo: "Ya es hora es de que comience el fin." Asentí sin entender. Me dijo que iría la semana siguiente y luego me tendió la mano. Salió. Afuera lo esperaba Luisa, aunque lo que yo vi sólo era una silueta, una silueta que puedo jurar sonreía, si bien no sé muy bien como puedo decir que lo hacía. Intentaba memorizar todo lo que iba sucediendo, y sabía que era incapaz de ello, que a lo sumo sería otro escribiente imaginando lo que no ha sido capaz de ir contando, que ha inventado su historia porque no ha tenido la capacidad de soportar su propia historia.
Terminé la cerveza. Llamé a Liliana y salí de la tienda. Miré la calle que se perdía en medio de una inesperada niebla. Luego vi como se perdían las luces de la calle. Lo último que vi esa noche fue el dorso de mi mano hundiéndose en tinieblas.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Cartas anónimas (3)

Esta semana sólo llegó una carta. Una tensa sensación de aburrimiento se ha posado en mi vida. También una sensacíon de que pronto algo verdaderamente definitivo ocurrirá (como si eso fuera posible).
El escueto mensaje dice:

La vida es una especie de complot...
-Alejandra Pizarnik

domingo, 23 de noviembre de 2008

De algunas otras enciclopedias

Por el enlace se puede mirar un compendio de algunos libros que se encuentran en los libros. Y ante la frustrada e incompleta enciclopedia de lectores que una vez intenté, este es más que un buen complemento (es algo mucho mejor):

http://invislib.blogspot.com/

sábado, 22 de noviembre de 2008

Cartas anónimas (2)

Las cartas han seguido llegando. Si bien su remitente trata de introducir variedad en cada mensaje, los contenidos siguen teniendo, en últimas, los mismos fines.
Se me ocurrió responderle al desconocido interlocutor describiendo mis rutinas, mis repetitivos paseos, mis acostumbrados silencios. Después renuncié a ello: no sería sino redundar en un blog que gusta de la redundancia (por desgracia).
Mejor me pareció incluir uno de esos textos, un texto que creo bastante elocuente de por sí:

Este hombre, obstinado en el hombre, nos acompaña todas las mañanas a la oficina y no acierta a protestar con resultado eficaz contra la marcha del mundo, pero no aparta la vista de un punto que nadie más que él quiere advertir, si bien es claro que proceden de allí todas las desgracias del mundo que no reconoce a su redentor. Tales puntos fijos, en los que el centro del equilibrio de una persona coincide con el centro del equilibrio del mundo, son, por ejemplo, una escupidera fácil de cerrar, o la desaparición del salero en los restaurantes para evitar que el empleo del cuchillo difunda la peste de la tuberculosis, o la adopción de un nuevo sistema de taquigrafía cuyo incomparable ahorro de tiempo resuelve también en seguida los problemas sociales, o la conversión a un régimen de vida conforme a la naturaleza que puede reprimir la barbarie imperante, pero también una teoría metafísica de los movimientos del cielo, la simplificación del aparato administrativo y la reforma de la vida sexual. Si las circunstancias le son propicias, el hombre se defiende y se ayuda escribiendo, un buen día, algún libro sobre un tema cualquiera, o un opúsculo, o al menos un artículo en el periódico, con lo cual contribuye en cierto modo a la relación de las actas de la humanidad, son además un sedativo, aunque no los lea nadie; de ordinario, sin embargo, atraen a algunos lectores que aseguran al autor ser un nuevo Copérnico, después de presentarse ellos como Newtons incomprendidos. La costumbre de buscarse recíprocamente los puntos de la piel es muy beneficiosa y está muy extendida, pero su efecto no dura mucho, porque los participantes se riñen pronto y se quedan otra vez solos como antes; puede suceder también que alguno reúna alrededor de sí un pequeño círculo de admiradores, quienes con fuerzas conjuntas acusan al Cielo de no apoyar suficientemente a su Hijo Ungido.
-El hombre sin atributos
Robert Musil

domingo, 16 de noviembre de 2008

Comentarios Lívianos (4)

La semana pasada apareció una entrevista a Harold Bloom:

http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1066555

Bloom ha sido un crítico que a su manera representa un porcentaje importante de lo que se entiende por el medio cultural, o académico, etc. Por eso he decidido dedicarle parte de mi tiempo.
En el reportaje Bloom asevera que uno de los grandes problemas con que tiene que lidiar un lector es con aquellos libros a los que denomina piezas de época. Una pieza de época es (si no malinterpretó al Sr. Bloom),un objeto (libro para ser más preciso) que concentra la atención de un época determinada, pero que con el paso de los años va cayendo en el olvido, ya que realmente no era tan bueno como entonces se creía.
Bien puede tener razón en ello, pero no puedo dejar de pensar en esa fe casi ciega que tienen algunas personas en que el tiempo será el mejor juez de los libros. Esta idea está harto difundida(o tal vez sea sólo un sentimiento, o una profesión de fe): el tiempo dirimirá qué tanto valor tiene un libro en particular (literario, por supuesto). Y sin embargo me parece que hasta el tiempo puede llegar a equivocarse, y que su azarosa selección dejé por fuera libros de calidad superior a otros que el mismo tiempo recogerá bajo su ala (por un tiempo más). No será entonces ingenuo creer que el paso de los años criba lo bueno de lo malo (o lo bueno de lo no tan bueno, en el caso ya mentado de las piezas de época). No será unas muestras de la palpable desorientación de nuestros tiempos que los críticos supediten su juicio a la balanza del azar (del tiempo, quiero decir).
Bloom es un fenómeno de nuestra época también, un crítico que trata hacer de la literatura elevada algo más accesible al gran público (¿Será Bloom otra pieza de época? Es decir, sus libros, lo de la mortalidad se da por hecho). Tal vez sea un tema que necesita un examen más extenso, y que lo haga una persona más versada; pero ya resulta sumamente extraño escribir de alguien al que le preguntan: ¿Cuál considera que ha sido el mejor libro de Harold Bloom hasta ahora? ¿Acaso habremos de vivir con el libro Harold Bloom dentro de 50 años? Una categoría entre fiction y non-fiction. Por lo menos es rarísimo que uno le pregunten sobre los libros de uno como si fuera de otro.
No obstante Bloom no se ha dejado envanecer: "Se que no soy Platón ni Freud ni Montaigne, ni siquiera soy Emerson." Y sigue escribiendo libros que sólo Borges habría entendido (según sus declaraciones).
Ahora pienso que de pronto su teoría de las influencias bien podría explicar todo. Una persona influye a otra y a su vez todas se dejan influir por el medio en que viven, por extraños con quienes tienen la oportunidad de hablar de libros, y así. Me parece más cierto que la influencia que se le achaca al tiempo, sea más bien la de las mismas personas, de los críticos, es decir de las opiniones de quienes se suponen versados en dicha materia. Entonces el canon ya no sería sino un reflejo de cómo algunas opiniones cambian y otras persisten (con o sin razón). Eso me parece mucho más sensato, aunque a lo mejor todo lo he malinterpretado, porque repito, a este señor Bloom sólo lo habría entendido Borges.
Finalmente uno tampoco se debe alejar de la literatura elevada. De lo único que se podría culpar al escritor es de sus libros, no de sus lectores. Entretanto seguiremos leyendo y opinando, e influyendo si es que llegamos a tener semejante cualidad (y castigo), y al final, como todo el mundo lo esperaba, el tiempo nos tragará sin producir el menor escándalo (porque claro, para eso también sirven los libros).

Cartas anónimas


Esta semana han comenzado a llegar cartas anónimas. Son escritas a máquinas. Su contenido : fragmentos de literatura, supongo que es una manera más o menos evidente de ironizar mis barruntos. Sólo voy a incluir uno de los mensajes porque a decir verdad todas las cartas que me han llegado esta semana tenían un contenido casi que intercambiable. Creo que resultará claro para el lector a que se refería el anónimo remitente:

¿Quieres irte lejos de mi? Muy bien, es una decisión perfectamente respetable. Pero ¿adónde vas a ir? ¿Dónde está ese lejos de mí? ¿En la luna? No está ni siquiera allí, y además no llegarías tan lejos. Así que ¿por qué todo esto? ¿No prefieres sentarte en el rincón y quedarte callado? ¿Eso no estaría un poco mejor? ¿Ahí, en el rincón, que está cálido y oscuro? ¿No me escuchas? Tanteas en busca de la puerta. ¿Y dónde hay una puerta? Que yo recuerde, en esta habitación no la hay. Quién pensaba entonces, cuando construyeron esto, en proyectos tan importantes para el mundo como los tuyos. Pero no te preocupes, no hay nada perdido, una idea así no se pierde nunca, la comentaremos en la tertulia, y podrás darte por pagado con las risas.
-Franz Kafka

sábado, 8 de noviembre de 2008

De mis malas lecturas

Ahora recuerdo que Armando Mariño me decía que deseaba escribir novelas en que se encubriese la verdadera trama. Sus novelas, me decía, serían una especie de puestas en escenas, de pretexto; la verdadera historia sólo podría ser descifrada correctamente si el lector sabía relacionar del modo adecuado una innumerable serie de pistas que Mariño, a lo largo de sus novelas, depositaría. En sus peroratas Mariño enfatizaba particularmente en que los lectores debían tener una concentración absoluta, porque de lo contrario malinterpretrarían su novela, al punto de comprender algo totalmente opuesto a lo que la verdadera trama decía. En esas épocas guardaba silencio y me limitaba asentir. No le decía a Mariño que su idea no era tan novedosa, y que ya algunos escritores habían conseguido alcanzar níveles dificilmente superables. En eso creía y de vez en cuando el remordimiento me embargaba.
Mariño murió hace más de un año. Nunca terminó una sola novela. Yo me quedé con todos sus borradores.
El lunes pasado Liliana vino a vivir a mi casa. Se dispuso a organizar el hogar, a pesar de que ambos somos desordenados por igual. Llevaba sus botines negros, botines que hacía días no se ponía. Y mientras yo renegaba de su idea de comprarse un par de esos zapatos que llevan un hueco por delante (un huequito horroso que deja salir el dedo gordo del pie como si fuese una especie de gusano), vi como Liliana pisaba los olvidados borradores de Mariño. Los tomé después de un torpe forcejeo que Liliana creyó se debía a sus botines (desde entonces ya no se los pone). Los hojeé sin mirarlos detenidamente.
Ya por la noche Liliana me preguntó por aquello papeles, traté de resumirlo en unas frases que no dejasen lugar a más preguntas (sobre los papeles, lógicamente). Sin embargo Liliana me preguntó por la trama, traté de resumirla brevemente, sin ningún tipo de énfasis (como las novelas de Mariño). Tuve que hacer un esfuerzo peculiar porque había olvidado casi todo el contenido de aquellos libros. Liliana pareció entonces indiferente al destino de Mariño y así se dio por terminada la conversación.
Cuando por fin estaba acostado, cuando Liliana ya estaba dormida, comencé a sentir tremendas dudas sobre la trama del libro de Mariño. Mi temor me impedía dormir. Tuve que levantarme y tomar una vez más esas novelas y leerlas otra vez. Mientras las leía me asaltaba la idea de que eran libros para mí desconocidos, de que jamás los había tenido entre mis manos. Y mi absurdo miedo fue entonces más cierto. Lo que decía Mariño era verdad, hasta entonces había leído mal a Mariño.
Y comencé a pensar en todo lo que había leído mal, en todo aquello que había malinterpretado, que había pasado por alto porque creía entenderlo. Y también recordé que Mariño me decía que muchos de los lectores, lo hacían con desatención porque ellos querían leer rápido (por encima de todo). Decía que lo que odiaba de leer en computador era precisamente eso, una sensación de agobio que impedía su concentración, y aún, le hacía sentir como en medio de un sueño artificial y agobiante, un sueño que no podía entender y del que no podía despertar.
Esa tarde traté de matizar sus juicios y luego de un rato él dijo que nunca se acostumbraría a leer de otra manera, sentado con uno de esos cuadernos empastados que llaman libros, dijo.
Ahora descubría ser uno de aquellos lectores, me desengañaba.
Tuve tiempo de leer con más concentración a Mariño durante toda la semana. Y no descubrí nada más, y no creí entrever más de lo que en primera instancia había visto. Con el paso de los días incluso recobré mi confianza. Aunque aun sigo levantándome de noche, revisando algunas de mis lecturas pasadas, intentando leer con precisión. En medio de esas vigilias a veces creo vivir el sueño de Mariño, e incluso a veces creo despertar.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Comentarios Lívianos (2)

Tal vez sea harto equivocado quejarse de aquellos provocadores recalentados que lo único que han querido reclamar es un poco de atención. Me parece más conveniente partir de las opiniones de ellos, y tomando éstas como base para intentar una hipótesis sobre un porcentaje significativo de lectores de nuestra época (y de las demás, me atrevería afirmar). Hace un tiempo la lectura era una obligación, una tarea titánica que exigía a los más sesudos intelectuales un esfuerzo casi sobrehumano. Afortunadamente esa idea ha sido revaluada. Sin embargo a una peste le ha seguido otra. Será mejor que vaya directamente a los ejemplos.

Dice José Ángel Mañas en un texto titulado (muy extensamente): Semana 2. La serie del otoño: grandes tostones universales. Ulises (1922):

"(...)¿Qué de qué va? Pues no es difícil de resumir. Es un día cualquiera de la vida de un tipo que empieza afeitándose por la mañana y termina con la revelación de que su mujer le está poniendo los cuernos (algo que después de haber intimado con el señor Bloom aprobamos la mayoría de los mortales con entusiasmo: menos mal que hay alguien sensato en la novela).

¿Entremedias? Páginas y páginas de pretenciosa estilo empapado en pajas mentales religioso escatológicas de una densidad insoportable. Al amigo lo vamos a ver hacer de todo, incluso soltar ventosidades y defecar –son detalles que le encantan a Joyce: deben de ser las cosas de la educación británica de la época-, leer, discutir, pasear, ¿no os parece fascinante?(...)".


Primeras precisiones: el Sr. Mañas no terminó el libro. El Sr. Mañas no lo entendió. Por ende, el libro aburrió al Sr. Mañas. El siguiente paso, en este mundo de lectores "hedónicos", es denostar, o mofarse, o simplemente asentir a la "irreverente" expresión del escribidor.

En primer lugar lo que el ejemplo permite concluir es que aquello que no comprendas seguramente es pretencioso, ilegible y sinsentido. A renglón seguido se puede sumar los barruntos que para el comentador son genialidades absolutas. Esto último es muy importante, todos estos comentaristas son conocedores de la verdad última, sin matices, sin una mínima posibilidad de duda. Porque, y este, aventuro, podría ser su decir, si a uno no le gusta, bueno no puede ser. Para estos comentaristas no hay margen de duda, son omnisapientes y, gustan, principalemente, de publicar no muy disfrazados imprímaturs. Por otra parte no les gusta dialogar porque, a quien todo lo sabe y lo conoce, no hace falta que le digan ya nada.

Sería tonto decirle al Sr. Mañas que la revelación del final no es la infidelidad de Molly Bloom, sino el hecho de que ella finalmente reafirme dormida su amor a Leopoldo (y esta es la paródica redención de Leopoldo). Todo eso será palabra hueca para unos, como se puede decir también es hueca para estos lectores un segmento importante de la literatura.

Mis palabras no deben calificarse como censura de gustos. A nadie debe gustarle Dante, o Proust, u Homero. Pero tampoco significa que, en este mundo de comentarios tan faltos de medida como lo es el mundo de los blogs (y me incluyo por supuesto), que la expresión, de lo que en el mejor de los casos es una opinión, sea el terreno propicio para exponer nuestra ignorancia (por no escribir nuestra estulticia).

Quizá sea mejor hacer un alto en este punto, y recordar precisamente una anécdota que alguna vez contó Joyce a Louis Gillet (según Ellman): un hombre viejo que vivía en las Islas Baskets, y jamás había salido de ellas, una vez se atrevió a salir de ellas. Conoció algunos almacenes y allí compró un objeto que jamás había visto, un espejo. Lo contempló con fascinación murmurando: "Papá, oh papá". El viejo no quiso enseñar el objeto a su mujer, quien evidentemente se dio cuenta de que su marido algo le ocultaba. Finalmente ella se dio maña para obtener el espejo y al ver en él dijo: "Bah, no es más que una cara vieja" e irritada rompió el espejo. De alguna manera, y eso lo infiero yo de Ellmann (aunque tal vez lo esté infieriendo mal), para Joyce (como para tantos) la literatura era un espejo por el cual las personas se podían asomar. Aún hoy, en nuestros comentarios, y aún mejor en nuestra lectura, la literatura sigue reflejando la faz de quien la mira.



¿Un nuevo propósito?


Con el paso de las últimas semanas me he venido sintiendo identificado con Edipa Maas, he comenzado a creer que estoy descubriendo una increíble conspiración pynchoniana. Cada señal parece un mensaje, una señal que se suma a un laberinto de símbolos que me excede, un laberinto que es el mundo (evidentemente) Por el momento he preferido dejarlo pasar. A veces me irrita volver a pensar en ello, y creer que falta poco para ver en todo ello la articulada revelación de un plan, del gran secreto del mundo (como si el mundo pudiese guardar secretos semejantes). Pero generalmente no hago nada, sólo sumo coincidencias e incluso llego a anotar de vez en cuando lo que me resulta una nueva curiosidad. Así como van las cosas he decidido, que si he de mantener esta oficina, no es para más. Sé que es inevitable que la selva de símbolos me va ir tragando poco a poco, sé que seguiré esperando una respuesta que, lamentablemente (y de esto estoy casi completamente seguro), siempre se encuentra después del final.