domingo, 14 de diciembre de 2008

El final

La oficina, por fin, se ha cerrado. Fue el domingo anterior. De alguna manera todos estábamos a la espera. Acabó de la peor manera. Ya ni siquiera sé para qué continuó escribiendo sobre ello. Tal vez no valga la pena. Lo hago por costumbre, supongo.
Me gustaría pensar que se debía a un gradual deterioro de mi vida y de mis relaciones. Y sin embargo sé que no es así.
Me veo obligado a explicarlo todo. O a redactar esto que supongo que es una explicación suficiente de unos acontecimientos que no alcanzo del todo a comprender. Para ello tendré que ir atrás y contar secretos que he ocultado y que hubiese deseado no revelar. Esos secretos se relacionan con algo que he evitado decir, mi nombre. Pero para la justificación general creo que es un detalle que puede seguir oculto. No obstante, mi nombre es el del escribiente y amigo del escritor Armando Mariño. Después de su muerte comenzaron los problemas, comenzó esta oficina. Pero trataré de ser más claro:
Armando Mariño durante años no vivió de las novelas que escribía en la sombra, es decir de su única novela (Las trampas de la diversión) y de las notas de una suerte de heterónimo (El cuaderno de Elías Pedrero); vivió de novelas policiacas que firmaban otros autores, de novelas de ciencia ficción que otros escritores presentaban, de novelas rosas que algunas señoritas firmaban en la entrada de alguna que otra librería. Sí, Mariño era un negro, un escritor fantasma, en fin, llámese como se llame el oficio de Mariño era escribir los libros de otros. A su manera era como ser una sombra que desea con toda su alma pertenecer al reino de la luces. Mariño soñaba en que su propio trabajo (el trabajo que escribía para firmarlo como Armando Mariño) tuviese la suficiente calidad (y suerte, creo yo) para salir a la luz, para librarlo de su miserable oficio. Con el paso de los años su gran novela nunca llegó a termino, Mariño se dio cuenta que lo que había supuesto como un trato cómodo para ocuparse de lo que realmente le preocupaba, había sido en realidad un pacto con un demonio que tarde o temprano iba a castigarlo sin haberle dado sino quimeras e ilusiones. En sus últimos años yo me volví una especie de secretario suyo. Junto a Mariño conversábamos casi todo el día sobre literatura, después de unos meses yo transcribía sus novelas (las que publicaba para otros y su inacabada obra). También transcibí un diario suyo con una serie de infidencias de la editorial y del mundo literario que creía conocer. Al final de su penosa enfermedad yo fui su único soporte. Murió furioso y desolado como todos esos innumerables escritores fracasados.
Durante toda su vida Mariño había tratado de mantener comunicaciones con diversos escritores, de fomentar nuevas y estimulantes relaciones. Evidentemente esas relaciones eran más imaginarias que ciertas. En todo caso 7 escritores conocían (y recordaban) la curiosa y patética historia de Mariño. Ellos eran: Carlos R. Inze, el Dr. Paulo Grudenas, Rick Mirin, Benito Savila, Paco Aldehuela, Miguel de Medeira y un último cuya identidad ya revelaré. Ya agónico Mariño redactó un escueto testamento en el que amenazaba a la editorial del Dr. Cominges (editorial para la que trabajaba) con publicar su diario. El testamento fue, a su vez, dirigido a los 7 escritores para que las directivas de la editorial se tomasen en serio sus palabras. Lo que pedía a cambio era sencillamente la publicación de su novela. Mariño murió antes de lo pensado y todo quedó en tenso equilibrio.
Ahora bien, entretanto Philip Marlowe huía de casa de Luisa Ortega con su sobrina norteamericana, Daisy Fuentes. Es hora de una aclaración dolorosa (para mí), Marlowe (este Marlowe) es un simple estafador, espía, un hombre absolutamente despreciable. Y sin embargo, con el paso de los días, creo que cada día lo entiendo un poco más.
La huída de Marlowe, equipado con joyas y otras pertenencias de la familia Ortega, se produjo la misma semana de la muerte de Mariño. No sé muy bien cómo Luisa consiguió atrapar a Marlowe y engatusarlo. El caso es que prefiguró esta oficina, los crímenes, nuestras vidas. Sé que todo esto suena como una historia vulgar, pedestre. Es más difícil saber que esa historia es nuestra propia vida.
Al principio el ofrecimiento de Marlowe me extrañó, y me emocionó para ser sincero. Rápidamente me di cuenta de que algo tramaba. Y al descubrir sus trampas, yo también empecé a fingir, con tal de salvar la obra de mi amigo. Fingí, mentí, intenté estafar al estafador. A veces escribía puros contrasentidos, a veces incluía fragmentos de la obra de Mariño, a veces incluía mis propios opiniones como si se tratara de conversaciones. Creía engañarlo, pero a medida que los escritores morían me di cuenta de mi error. Había días en me veía impedido porque sentía que alguien más escribía, que yo sólo anotaba lo que mediante una fina manipulación Marlowe estipulaba.
Luego de descubrir la confabulación, traté de tomar ventaja de la oficina. No lo conseguí. Me di cuenta de que era otra suerte de Armando Mariño, que yo también anotaba mis gemidos como si se trataran de poesía. Escribí puras imposturas, defendí sólo pretensiones y amaneramientos, hice de mi pose un sustito de lo que llamaba autenticidad. Pero yo no era sino y no seré más que un simple amanuense. A eso se reduce todo.
Cuando Marlowe volvió creo que empecé a comprenderlo. Y me di cuenta que a pesar de que él encerraba todo lo que de alguna manera detestaba, algo de su carácter era similar al mío. Marlowe no es sino otro hombre débil, otro febril desesperado sobre los que Chandler le gustaba tanto relatar.
El sábado pasado murió el último de los 7 escritores. Era el poetastro: Pablo Merlano, claro que no se llamaba Pablo. La muerte no fue premeditada. O no lo fue en el sentido en que alguien planea un asesinato. Yo mismo la vi: Caminaba cerca a la salida del Parque Simón Bolívar, cuando pasaba por el frente vi como varios policías arrastraban a Pablo a la salida. Él, en medio de uno de sus "viajes", intentaba pelear con ellos. Pero poco a poco los policías lo iban empujando, golpeando por turnos. Hubo un momento en que Pablo quiso amenazarlos con un puñal pero rápidamente fue desarmado y luego vinieron los golpes, primero con rabia, luego sólo por diversión. Y yo no hice nada, me limite a mirar. No puedo decir que fuese realmente dramático, pero después de verlo sé por cierto que hasta las muertes de los poetastros se cargan, que todo espectador de un asesinato se vuelve un poco cómplice, desde ese día sé que cargaré con esa vida como si su muerte fuese culpa mía.
No creo posible que Luisa haya pagado por la muerte de Pablo. Tarde o temprano ella sabía que su modo de vida le arrastraría a uno de estos absurdos. Para eso daba su vida, para menos da la mía (no siento ningún peligro, ellos saben que esta oficina ya es del todo irrelevante, por ende yo no soy sino alguien de más).
Después de la muerte de Pablo no tenía sentido continuar con la oficina. Se desmanteló el lunes y ya el martes volví a mi aburrida vida de corrector de errores de un periódico de baja circulación.
Aún me siento agotado de todo esto. Quiero hoy retirarme definitivamente al mundo gris de la vida cotidiana, sin esperanzas ni deseos. Desde el lunes no he vuelto a ver a nadie. No sé cuando los querré ver. Sólo se me ocurre citar, yo que he vivido escudado en un montón de citas célebres y frases prestadas (cito de memoria una traducción):
"Callad, pues, que el peligro anida en las palabras"


1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante post, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)