lunes, 24 de diciembre de 2007

Ranz y las palabras (y su culpa)

Casi nadie imagina nada, al menos cuando se es joven, y se es joven durante mucho más tiempo del que uno cree. La vida entera parece de mentira cuando se es joven. Lo que les pasa a los otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa a nosotros nos parece ajeno una vez que ya ha pasado. Hay quien es así toda la vida, eternamente joven, una desgracia. Uno cuenta, habla, dice, las palabras son gratis y salen a borbotones a veces, sin restricciones. Siguen saliendo en toda ocasión, cuando estamos abatidos, cuando estamos hartos, cuando estamos entusiasmados, cuando nos sentimos enamorados, cuando es inconveniente que las digamos o no podemos medirlas. Cuando hacemos daño. Es imposible no equivocarse. Lo raro es que las palabras no tengan consecuencias más nefastas de las que normalmente tienen. O tal vez no lo sabemos suficientemente, creemos que no tienen tantas y todo es un desastre perpetuo debido a lo que decimos. El mundo entero habla sin cesar, a cada momento hay millones de conversaciones, de narraciones, de declaraciones, de comentarios, de cotilleos, de confesiones, son dichos y oídos y nadie puede controlarlos. Nadie puede prever el efecto explosivo que causan, ni siquiera seguirlo. Porque pese a ser palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso. Se les da importancia. O no, pero se las ha oído. Tú no sabes cuántas veces a lo largo he pensado en aquellas palabras que le dije a a Teresa en un incontrolado arrebato amoroso, supongo, estábamos en nuestro viaje de novios, ya casi al final. Pude callar y callar para siempre, pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos, contar parece tantas veces un obsequio, el mayor obsequio que puede hacerse, la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega. Y se hacen mérito contando. De repente a uno no le basta con decir tan sólo encendidas palabras que se gastan pronton o se hacen repetitivas. Tampoco le basta a quien le escucha. El que dice es insaciable y es insaciable el que escucha, el que dice quiere mantener la atención del otro infinitamente, quiere penetrar con su lengua hasta el fondo (...), y el que escucha quiere ser distraído infinitamente , quiero oír y saber más y más, aunque sean cosas inventadas o falsas. Teresa tal vez no quiso saber, o mejor dicho no habría querido. Pero yo le dije algo de pronto, no me controlé, lo bastante, y entonces ya no pudo seguir sin querer, quiso saber, tuvo que escucharlo.
-Corazón tan blanco
Javier Marías

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