lunes, 13 de octubre de 2008

Sobre algunos encuentros inesperados


Una mañana como todas las demás, Liliana tomó el bus que la llevaría a su lugar de trabajo. Casi todo el trayecto lo tuvo que hacer aplastada contra una de las ventanas del vehículo, empujada por una treintena de cuerpos que aguardaban impacientes la estación aledaña a sus trabajos, manoseada por unos y otras y sin ninguna posibilidad de quejarse porque al igual que ella, ninguno de esos ceñudos viajeros tenían espacio suficiente para ellos mismos.
Estaba ya acostumbrada a estas dificultades, y a veces no se percataba de lo insufrible que resultaba enfrentarlas cada día. Y por eso fue como una señal de arrobo y casi éxtasis ver que uno de los pocos pasajeros que estaba sentado se dirigía a la salida del automor, y aún más cuando pudo escabullirse hasta el asiento y perderse en sus devaneos, ya no de pie sino en el asiento. Cuál no sería sorpresa (ya suprema) al ver un cuaderno pequeño, de tapas viejas, que al parecer el pasajero había dejado sin percatarse.
Lógicamente este inesperado descubrimiento fue para ella una pequeña espada de Damocles, no querría nadar entre la masa viajera apenas sentarse, pero sabía muy bien que de no intentar por lo menos devolver el cuaderno tendría que lidiar con el remordimiento toda la manaña.
Finalmente se levantó, respiró hondo para que su voluntad no se resquebrajase, y atravesó el apretado pasillo que conducía a la salida, apenas tuvo tiempo de salir antes de que el bus siguiera con su imperturbable recorrido. La estación no estaba menos atestada que el bus, así que Liliana tuvo que escurrirse entre corros de pasajeros descontentos por el atraso de los autobuses. Como una experta funambulista, Liliana supo moverse por medio de la estación hasta la salida donde creyó ver el sombrero del pasajero que había dejado el cuaderno. Entonces apuró su paso, lo tuvo casi al alcance de su mano, cuando el hombre se detuvo y besó galantemente a Luisa (la pelirroja de hace mucho) que con un gesto suficiente señaló al hombre el camino. El hombre, por supuesto, era Marlowe.

Después de oír atento la increíble historia de Liliana, le pregunté en repetidas ocasiones por los lugares, por los rostros de quienes creía habervisto, por detalles. Lamento aceptar que me mostraba incrédulo frente a la versión de Liliana. Le llegué a achacar al astigmatismo severo que sufría la responsabilidad de que tales personas se hubiesen reunido. Fueron minutos en que aplace el mirar dentro de la hojas del cuaderno, la curiosidad me impelía a examinarlo, y sin embargo el terror que experimentaba frente a él era como el de aquellos personajes que saben que la llave de la puerta que van abrir conduce al infierno, y aún entonces abren la puerta y sufren desde entonces su condena. Liliana entristeció por un momento pero pareció entender, en cualquier caso salió afanada quizá más decepcionada por mis preguntas y respuestas que por el insólito incidente de la mañana.
Aturdido, aguardé a Marlowe hasta casi el anochecer. Lo único que se alargó fueron mis ansias, mi angustia. No pude ocultarme a mi decepción, desde hacía días los encuentro con Marlowe eran más distantes, mezclados con una desconfianza que había nacido de gestos y frases que yo no sabía dónde ubicar. Y para colmo trataba de localizar a Liliana sin fortuna, sin el consuelo del diálogo franco que hasta entonces con ella sostenía.
Fueron más sorprendentes, sin embargo, las horas de lectura de ese cuaderno. El cuaderno se titulaba: Diario de Elías Pedrero. Contaba sucesos que paulatinamente se tornaban más confusos y ambiguos, era una suma de historias, de anécdotas, de comentarios, pero también de proyectos. No obstante, con el paso de los días las historías se iban desvaneciendo, los proyectos iban quedando inacabados, el mundo que parecía dibujarse apenas era un boceto de un proyecto que nunca terminaba de completarse. Por un momento parecía que el diario hubiese sido planeado como Si una noche de invierno un viajero de Calvino, después de muchas páginas, esta débil certeza me hacía regresar a la idea de esa novela que se interrumpe pero no porque otra la interrumpa, o porque la digresión de una historia llevase de una a otra, sino porque todo se iba desvaneciendo, como si las historias fueran proyecciones de una máquina que de pronto hubiese dejado de funcionar sin que nosotros, sus lectores, lo percibiésemos.
En algún punto Elías entraba en contacto con un detective norteaméricano (supuse Marlowe) que le presentaba un proyecto más ambicioso, más abstruso, más perverso. La idea era llevar a cabo una especie de proyección del diario en el internet (la prosa de Pedrero está obsesionada con las proyecciones y los juegos de prestidigitador). Pedrero reaccionó con estupor, no entendía como alguien pudiese estar enterado de sus proyectos, que hasta entonces habían estado encerrados en su diario, fuesen de conocimiento público. Marlowe, si es él quien era el detective, le dijo que hoy las formas de espionaje y de conocimiento de la intimidad de los demás era lo suficientemente avanzadas para conseguir esa minucia. Y después le dijo que nuestros mundos no eran sino otra proyección de cuadernos con proyectos distintos, y así siguió sumándole al mundo palimpsestos como si eso tuviese un mínimo de sensatez. Elías, con algo de dificultad, consiguió hacer salir a Marlowe y mantenerlo lejos durante la siguiente semana. Al final de la misma se decidió a salir para pasear como antes acostumbraba, le gustaba siempre andar por las callejuelas más viejas de la ciudad, y mirar la lluvia caer, y a veces anotar imágenes de las que veía con tal de hacer de los incompletos proyectos de su cuaderno algo más vívido. Evidentemente se encontró con Marlowe que sonrió con suficiencia, ya no necesitaba sus servicios, le dijo. Pedrero no pudo disimular su sorpresa. Marlowe entonces le mostró una hoja que dice algo así:

Proyecto Piloto

  1. Contratar amanuense.
  2. Escribir una enciclopedia de lectores.
  3. Permitir que el escribiente se desahogue de vez en cuando y escriba frecuentes desprópositos.
  4. Impedir que el escribiente intervenga en los crímenes de....
El resto de la hoja había sido arrancada, como otro par de hojas. Luego el diario seguía con desvaríos más acentuados que los primeros, y por último el diario mismo terminaba abruptamente como esa avalancha de proyectos, historias y comentarios.
Estaba completamente desconcertado. Por un momento imaginé que todo aquello era parte de una gigantesca broma que no era capaz de entender, pero tampoco podía llegar a entender por qué a alguien se le pudiera ocurrir tales tipos de broma.

Por la noche mandé a cambiar las guardas de la oficina y salí en busca de Liliana. No estaba en su apartamento, así que estuve durante un rato metido en el patibulario ambiente de un bar cercano. Bebí largamente, me sentía víctima de una horrible jugada por parte de un vulgar demiurgo, un semidios que nos hace marionetas de sus más crueles jugarretas. De repente, dejé de beber, incluso dejé de fumar, y me miré en uno de los espejos que servían de paredes en el lugar, y creí que esa persona no era yo, sino otra a la que desde hacía mucho observaba, de la que desde hacía mucho escribía y a la que no tenía que sentirme absurdamente ligado.
Volví y encontré a Liliana adormecida. Parecía que los avatares de su trabajo hubiesen hecho olvidar el acontecimiento que había removido mis creencias. La miraba atento, ella respondía comprensiva y atenta, como si nada. Me abrazaba tranquila como tantas otras noches. Y en medio de esa noche espectral no podía dejar de pensar que tenía que haber algo más, que nuestras reacciones debían ser otras y no esas maquinales reacciones que olvidan las pequeñas circunstancias que destruyen nuestras pequeñas religiones. Pero en medio de mi extrañamiento fue viniendo el sueño, y la única certeza que hoy me acompaña es la de continuar con la oficina solo. De persevar y no ser ya una ficha en el juego abstruso de manos oscuras, la certeza de que debo dar mis propios pasos. Me dormí pensando que seguir con la oficina era mi deber, aunque mi deseo por no cejar no fuese sino una absurda venganza.

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