A mitad de semana estaba revisando, mortalmente aburrido a decir verdad, los archivos de algunos de los informes con los que, al parecer, Marlowe me jugaba una broma pesadísima. Algunos de los papeles los recordaba muy bien, otros me semejaban escritos totalmente, desconocidos, escritos, que por algún error o malentendido se había mezclado con los míos.
Debido a que no tenía más que hacer, empecé a leer y leí casi toda la tarde. Tuve, con el paso de los minutos, que reconocer que los "desconocidos" papeles eran míos; y no sólo eso, me avergoncé por haber sido capaz de garrapatear semejantes barruntos (sé que cada tanto esta oficina parece una sola queja contra mi propia incapacidad, un lamento irritante que no sé cómo detener, o llegado el caso darle una solución). Mientras leía veía la ingenuidad de cada uno de esas ideas, me molestaba profundamente ver como esa persona que había sido capaz de redactar tales "escritos". Me decidí a quemarlos, pero antes me levanté a fumar un cigarrillo, a mirar como casi todos los días la vida por la ventana.
Liliana apareció de repente en la entrada, apresurada me dijo que le acompañara al banco. Ya a esa hora había olvidado que lo había prometido hacerlo y una vez más tuve que salir con ella, hacer una larga fila, lidiar con los empleados que delegaban una y otra vez sus funciones a otras oficinas u otras instituciones, paulatinamente el pago de un seguro o la solicitud de un certificado se convertía en una odisea en que uno se perdía en una madeja de empleados que no sabían muy bien que hacer, pero creían saber quién lo sabría hacer. Evidentemente ese día no conseguimos nada. Durante estas vueltas trataba de leer Tristram Shandy sin fortuna, nada más empezar un párrafo era llamado por Liliana, o algún cliente me pedía un esfero, o un empleado preguntaba si necesitaba alguno de sus innecesarios servicos, etc. De pronto la progresiva digresión no era sino el modo en que se refleja como andaba mi vida, y harto tenía para fijarme en ella.
Por la noche, agotados, Liliana por su duro trabajo, yo por mis malos juegos de palabras; decidimos descansar un momento leyendo (y esta vez pude concertarme un poco más, aunque toda la noche estuve irritado por algo que no supe identificar). Liliana, entretanto, leía con fruición, por cambiar de tema le pregunté qué estaba leyendo y me mostró los papeles que tanto me habían avergonzado por la mañana. A ella le parecían buenos. No supe qué decir, imaginaba que para algunos estaría bien, pero no dejaba de ver en esos escritos las torpes formas de un escribiente mediocre. Anoche traté de creer en lo que ella creía, de ver como ella lo hacía, de comprender en dónde radicaba el gusto que ella obtenía. Pero no conseguí hacerlo, me quedé como detrás de un vidrio, o de una ventana, o de cualquier superficie transparente que me separase del otro, donde residía sus razones, gustos y sensaciones. Por último, por decirlo menos, me quedé abismado, creyendo que a pesar de que no hubiesen certezas, tampoco podía afirmar con seguridad mis dudas.
Debido a que no tenía más que hacer, empecé a leer y leí casi toda la tarde. Tuve, con el paso de los minutos, que reconocer que los "desconocidos" papeles eran míos; y no sólo eso, me avergoncé por haber sido capaz de garrapatear semejantes barruntos (sé que cada tanto esta oficina parece una sola queja contra mi propia incapacidad, un lamento irritante que no sé cómo detener, o llegado el caso darle una solución). Mientras leía veía la ingenuidad de cada uno de esas ideas, me molestaba profundamente ver como esa persona que había sido capaz de redactar tales "escritos". Me decidí a quemarlos, pero antes me levanté a fumar un cigarrillo, a mirar como casi todos los días la vida por la ventana.
Liliana apareció de repente en la entrada, apresurada me dijo que le acompañara al banco. Ya a esa hora había olvidado que lo había prometido hacerlo y una vez más tuve que salir con ella, hacer una larga fila, lidiar con los empleados que delegaban una y otra vez sus funciones a otras oficinas u otras instituciones, paulatinamente el pago de un seguro o la solicitud de un certificado se convertía en una odisea en que uno se perdía en una madeja de empleados que no sabían muy bien que hacer, pero creían saber quién lo sabría hacer. Evidentemente ese día no conseguimos nada. Durante estas vueltas trataba de leer Tristram Shandy sin fortuna, nada más empezar un párrafo era llamado por Liliana, o algún cliente me pedía un esfero, o un empleado preguntaba si necesitaba alguno de sus innecesarios servicos, etc. De pronto la progresiva digresión no era sino el modo en que se refleja como andaba mi vida, y harto tenía para fijarme en ella.
Por la noche, agotados, Liliana por su duro trabajo, yo por mis malos juegos de palabras; decidimos descansar un momento leyendo (y esta vez pude concertarme un poco más, aunque toda la noche estuve irritado por algo que no supe identificar). Liliana, entretanto, leía con fruición, por cambiar de tema le pregunté qué estaba leyendo y me mostró los papeles que tanto me habían avergonzado por la mañana. A ella le parecían buenos. No supe qué decir, imaginaba que para algunos estaría bien, pero no dejaba de ver en esos escritos las torpes formas de un escribiente mediocre. Anoche traté de creer en lo que ella creía, de ver como ella lo hacía, de comprender en dónde radicaba el gusto que ella obtenía. Pero no conseguí hacerlo, me quedé como detrás de un vidrio, o de una ventana, o de cualquier superficie transparente que me separase del otro, donde residía sus razones, gustos y sensaciones. Por último, por decirlo menos, me quedé abismado, creyendo que a pesar de que no hubiesen certezas, tampoco podía afirmar con seguridad mis dudas.
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