domingo, 2 de noviembre de 2008

Comentarios Lívianos (2)

Tal vez sea harto equivocado quejarse de aquellos provocadores recalentados que lo único que han querido reclamar es un poco de atención. Me parece más conveniente partir de las opiniones de ellos, y tomando éstas como base para intentar una hipótesis sobre un porcentaje significativo de lectores de nuestra época (y de las demás, me atrevería afirmar). Hace un tiempo la lectura era una obligación, una tarea titánica que exigía a los más sesudos intelectuales un esfuerzo casi sobrehumano. Afortunadamente esa idea ha sido revaluada. Sin embargo a una peste le ha seguido otra. Será mejor que vaya directamente a los ejemplos.

Dice José Ángel Mañas en un texto titulado (muy extensamente): Semana 2. La serie del otoño: grandes tostones universales. Ulises (1922):

"(...)¿Qué de qué va? Pues no es difícil de resumir. Es un día cualquiera de la vida de un tipo que empieza afeitándose por la mañana y termina con la revelación de que su mujer le está poniendo los cuernos (algo que después de haber intimado con el señor Bloom aprobamos la mayoría de los mortales con entusiasmo: menos mal que hay alguien sensato en la novela).

¿Entremedias? Páginas y páginas de pretenciosa estilo empapado en pajas mentales religioso escatológicas de una densidad insoportable. Al amigo lo vamos a ver hacer de todo, incluso soltar ventosidades y defecar –son detalles que le encantan a Joyce: deben de ser las cosas de la educación británica de la época-, leer, discutir, pasear, ¿no os parece fascinante?(...)".


Primeras precisiones: el Sr. Mañas no terminó el libro. El Sr. Mañas no lo entendió. Por ende, el libro aburrió al Sr. Mañas. El siguiente paso, en este mundo de lectores "hedónicos", es denostar, o mofarse, o simplemente asentir a la "irreverente" expresión del escribidor.

En primer lugar lo que el ejemplo permite concluir es que aquello que no comprendas seguramente es pretencioso, ilegible y sinsentido. A renglón seguido se puede sumar los barruntos que para el comentador son genialidades absolutas. Esto último es muy importante, todos estos comentaristas son conocedores de la verdad última, sin matices, sin una mínima posibilidad de duda. Porque, y este, aventuro, podría ser su decir, si a uno no le gusta, bueno no puede ser. Para estos comentaristas no hay margen de duda, son omnisapientes y, gustan, principalemente, de publicar no muy disfrazados imprímaturs. Por otra parte no les gusta dialogar porque, a quien todo lo sabe y lo conoce, no hace falta que le digan ya nada.

Sería tonto decirle al Sr. Mañas que la revelación del final no es la infidelidad de Molly Bloom, sino el hecho de que ella finalmente reafirme dormida su amor a Leopoldo (y esta es la paródica redención de Leopoldo). Todo eso será palabra hueca para unos, como se puede decir también es hueca para estos lectores un segmento importante de la literatura.

Mis palabras no deben calificarse como censura de gustos. A nadie debe gustarle Dante, o Proust, u Homero. Pero tampoco significa que, en este mundo de comentarios tan faltos de medida como lo es el mundo de los blogs (y me incluyo por supuesto), que la expresión, de lo que en el mejor de los casos es una opinión, sea el terreno propicio para exponer nuestra ignorancia (por no escribir nuestra estulticia).

Quizá sea mejor hacer un alto en este punto, y recordar precisamente una anécdota que alguna vez contó Joyce a Louis Gillet (según Ellman): un hombre viejo que vivía en las Islas Baskets, y jamás había salido de ellas, una vez se atrevió a salir de ellas. Conoció algunos almacenes y allí compró un objeto que jamás había visto, un espejo. Lo contempló con fascinación murmurando: "Papá, oh papá". El viejo no quiso enseñar el objeto a su mujer, quien evidentemente se dio cuenta de que su marido algo le ocultaba. Finalmente ella se dio maña para obtener el espejo y al ver en él dijo: "Bah, no es más que una cara vieja" e irritada rompió el espejo. De alguna manera, y eso lo infiero yo de Ellmann (aunque tal vez lo esté infieriendo mal), para Joyce (como para tantos) la literatura era un espejo por el cual las personas se podían asomar. Aún hoy, en nuestros comentarios, y aún mejor en nuestra lectura, la literatura sigue reflejando la faz de quien la mira.



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