viernes, 21 de marzo de 2008

Primera Enciclopedia de Variedades de Lectores (6)

Por lo demás, le ocurría algo muy singular con la lectura. Era oficial de caballería y, en general, no le gustaban nada los libros. Despreciaba por igual las novelas y las obras filosóficas. Cuando leía, no se detenía a meditar en el significado de la exposición o en cuestiones de controversia, sino que pretendía, ya al abrir el libro, penetrar, como a través de un secreto portillo, en el centro mismo de exquisitos conocimientos. Debían ser libros cuya sola posesión fuera como una secreta condecoración y como garantía de revelaciones supraterrenales. Para él, únicamente poseían tal cantidad de libros de filosofía india, a los que no consideraba meros libros, sino revelaciones, realidades, obras clave, como los libros de alquimia y magia de la Edad Media.
A ellos se entregaba aquel hombre sano, activo, que cumplía con los rigores del servicio y que, además, montaba el mismo casi diariamente sus tres caballos, las más veces al atardecer.
Solía tomar al azar un pasaje y, antes de leerlo, pensaba si aquel día no le sería desvelado su íntimo sentido. Y nunca quedó decepcionado, aunque bien se daba cuenta de que no había llegado sino hasta el vestíbulo del sagrado templo.
Por eso, de aquel hombre nervioso, bronceado, que vivía al aire libre, trascendía un halo de misterio solemne. Su convicción de que diariamente, antes de la noche, estaba a punto de realizar un grande y fulminante descubrimiento, le daba un aire de reservada superioridad. No eran soñadores sus ojos, sino tranquilos y duros. La costumbre de leer libros en los que ninguna palabra podía quitarse de su lugar sin que perdiera su recóndito significado, su manera de pesar cuidadosa y atentamente cada oración según su sentido directo y su doble sentido, habían forjado su temperamento.
Pero a veces solían perdérsele los pensamientos en una crepuscular atmósfera de melancolía. Le pasaba eso cuando pensaba en el secreto culto que él ligaba a los textos originales de los escritos que tenía ante sí, en el milagro que de ellos emanaba y que había apresado millares y millares de seres humanos que a él, a causa de la gran distancia a que se hallaba, le parecían hermanos, siendo así que despreciaba a los hombres con los que estaba en contacto directo y a los que veía en todos sus detalles. En esos momentos se ponía melancólico. Le abatía pensar que su vida estaba condenada a transcurrir lejos de las fuentes de las fuerzas sagradas, que sus empeños estaban tal vez condenados a paralizarse por lo desfavorable de su posición. Pero cuando, afligido, pasaba un rato leyendo sus libros, quedaba singularmente tranquilizado. Verdad es que la melancolía no perdía nada de su peso; por el contrario, la tristeza se acentuaba, pero ya no le oprimía. Se sentía entonces como abandonado y en un lugar perdido; pero en ese doloroso sentir había un sutil placer, un orgullo, el sentimiento de hacer algo singular, de servir a una divinidad no comprendida. Y en tales momentos, quizá pudiera descubrirse en sus ojos un pasajero destello, que recordaba el desvarío del éxtasis religioso.
-Las tribulaciones del estudiante Törless
Robert Musil

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